10 de julio de 2024
Calamaro nos mintió: un rayo puede caer dos veces en un mismo lugar e impactar a la misma persona en varias ocasiones
La ciencia demostró que son falsas estas creencias populares de varios siglos de antigüedad. Estos y otros mitos desmontados por los investigadores
Los antiguos creían, estaban convencidos, de que los rayos provenían de los dioses. Eran manifestaciones de la (frecuente) ira divina. Una forma de hablar en el mundo. Y los truenos serían el grito ronco, destemplado. La ciencia avanzó y ahora sabemos que se trata de un fenómeno físico, algo incomprensible para los legos, pero alejado de cualquier deidad.
Otro miembro del Olimpo, pero en este caso del pop, escribió en una canción que todos cantamos –como la mayoría de los temas de esa gloriosa desmesura que es Honestidad Brutal-: “Un rayo no cae nunca en el mismo lugar dos veces”. Y cada uno que leyó esta frase alargó la erre de lugar e hizo la debida pausa antes de dos veces.
Pero Andrés Calamaro nos mintió.
Los rayos pueden caer en el mismo lugar y hasta más de dos veces.
Este es uno de los 50 Malentendidos en la Ciencia que Brian Clegg desmenuza y explica con gran claridad y gracia en el libro que acaba de sacar Ediciones Godot. Un libro ameno, interesante y muy entretenido, un muy buen exponente de un género vapuleado como la divulgación. Es muy difícil hacer buena divulgación (histórica, científica, literaria) y Clegg supera el desafío con holgura (Godot en esta colección tiene otras libros maravillosos que tratan sobre las curiosidades en la medición del tiempo, las micronaciones, la historia de los signos de puntuación o un insólito catálogo de rarezas geográficas).
Del lado en el que caen las tostadas a las cucarachas que sobreviven a las explosiones nucleares pasando por la ceguera de los murciélagos, la identidad de la primera programadora o el porcentaje del cerebro que utilizamos. Medio centenar de capítulos que exponen mitos y tergiversaciones de la ciencia que solemos repetir como verdades reveladas.
En el momento en que usted está leyendo esta línea, 44 rayos caen en distintas partes del mundo. No son tantos teniendo en cuenta que todo el tiempo hay entre 1700 y 2.000 tormentas activas en el planeta. Al año, dicen los científicos, impactan sobre la superficie más de 1.400 millones de rayos. Viendo estos números descubrimos que es evidente que más de uno va a caer en el mismo lugar. Con esas cifras y eliminando del cálculo los lugares en los que no hay precipitaciones o son extremadamente infrecuentes, encontramos que el promedio es de 10 rayos por cada kilómetro cuadrado.
Los rayos pueden producirse y quedar dentro de una nube, viajar de nube en nube o partir de una nube y llegar hasta la tierra. Estos son los que conocemos, los que producen temor y daños: árboles caídos, destrozos, incendios, muerte de animales y personas.
Clegg nos cuenta que no sólo es falso que un rayo no repita su destino final sino que hay lugares que son más propensos que otros a ser receptores de descargas eléctricas. Y algunos de ellos son muy conocidos: en el Empire State, en Nueva York, Estados Unidos, se han llegado a registrar quince rayos en una misma tormenta y el edificio recibe al menos veinticinco descargas anuales.
Esto se debe a que los sitios elegidos por los rayos para impactar con más frecuencia son, según se ha estudiado, los de mayor altura y aquellos en los que hay pendientes pronunciadas. Los investigadores llaman a estos lugares Puntos de Rayos Recurrentes.
La creencia de que los rayos no repiten el lugar en el que caen tiene muchos siglos de antigüedad, muy anterior a la creación de los pararrayos (inventados por Franklin pero a los que muchos científicos le niegan eficacia). En la Edad Media existía la llamada Piedra de Rayo. Era una piedra en la que se suponía que un rayo había caído antes sobre ella. Se la colocaba en un lugar de la casa que se quería proteger especialmente, como talismán, como fuerza repulsiva del posible rayo: una chimenea o el techo de paja que se podía incendiar, por ejemplo. Esas piedras eran, muchas veces, puntas de hacha de la Edad de Piedra: consideraban que habían adquirido esa forma por el impacto de un rayo.
Un rayo
Treinta años atrás, Anthony Cicoria, un joven cirujano traumatológico, hablaba con su novia desde un teléfono público. Cuando finalizó la conversación dudó entre salir o quedarse unos minutos dentro de la cabina telefónica para resguardarse del aguacero que caía. Tony prefirió salir. Pero apenas dio dos o tres pasos en la calle fue alcanzado por un rayo. Se desplomó sobre la vereda. Una enfermera que vio la escena, salió debajo del techo de un negocio donde había parado para no mojarse y corrió a asistirlo. Logró reanimarlo con las maniobras de masaje cardíaco. Una ambulancia lo trasladó al hospital de inmediato. Después de algunos días internado, Cicoria se repuso y recibió el alta. Al tiempo se descubrió obsesionado con la música clásica ejecutada con piano. En pocas semanas compró todos los discos del género que había en la disquería de su pueblo. Mientras escuchaba las piezas, en su cabeza se armaban otras, melodías propias que nunca había escuchado. El rayo había llenado su cerebro de música. Para poder sacarlas de ahí, para que pudieran ser una realidad, Cicoria estudió música. Era la única manera de trasladarlas a un pentagrama y de poder ejecutarlas. Cicoria abandonó la medicina y se convirtió en compositor y pianista clásico.
Dos rayos
Pero no sólo existen lugares con propensión a ser alcanzados por estas descargas eléctricas. También hay personas.
El de Beth Petersen es un caso especial. Recibió dos rayos con un año exacto de diferencia. Beth era soldado y estaba de guardia cuando comenzó una tormenta fuerte. Un rayo partió por la mitad un árbol a menos de 50 metros de dónde estaba ella. Habían pasado unos pocos segundos cuando sintió un cimbronazo, un terremoto interno. Un rayo pegó en la punta de sus botas, ingresó por los dedos de sus pies y atravesó todo su cuerpo hasta salir por su boca. Según le contó a la BBC: “Fue como si una muy intensa corriente de electricidad me atravesara, me quemara por dentro. Después, todo oscuro: sufrí un apagón total”. Su corazón se paró. La compañera que estaba de guardia junto a ella trató de reanimarla. Lo lograron los médicos que llegaron al poco tiempo. Beth quedó con severas lesiones. Los médicos creyeron que no sobreviviría. Tenía daño cerebral, varios órganos lastimados, los dedos del pie amputados y la mandíbula rota en varias partes. Pero Beth, de a poco, se recuperó. Una especie de milagro. Ella al principio no sabía qué había sucedido: si la había atropellado un camión, si una enorme estructura había caído sobre su cabeza. Tuvo que volver a aprender a caminar, a comer, a hablar. Lo logró. Una de las secuelas que padecía era el stress post traumático. El psicólogo le recomendó que para perderle el miedo a la lluvia, una tarde saliera y se dejara mojar. El día que se cumplía un año exacto de su episodio se desató una tormenta en su ciudad. Salió a la puerta y se quedó unos minutos bajo la lluvia. Cuando estaba por volver, otra vez. Un rayo. El golpe la tiró varios metros para atrás. Terminó dentro de su casa. Su novio no entendía qué sucedía. Se negaba a creer que lo impensado, lo improbable, había vuelto a suceder y tan puntualmente, al cumplirse el primer aniversario. Las heridas fueron menos serias que la vez anterior y la recuperación de Beth más veloz. Por si acaso, a partir de ese momento, evita salir cuando llueve.
Siete rayos
Pero hay un caso mucho peor. Roy Cleveland Sullivan trabajó toda su vida como guardabosques. Se desempeñaba en el Parque Nacional Shenandoah en el estado de Virginia. Además de cuidar la flora y fauna del lugar, guiar a los turistas y evitar algún estrago, Roy parece haber tenido otro trabajo: el de pararrayos. Roy Sullivan fue alcanzado por siete rayos a lo largo de su vida. La hazaña –en la que su voluntad ha tenido poco que ver- fue registrada por el libro Guinness de récords.
La primera vez fue en 1942, la última en 1977. Toda una vida haciendo de pararrayos humano. Sullivan fue alcanzado mientras trabajaba en el bosque (varias veces), mientras iba en su camioneta o cuando pescaba. Uno de los sombreros que utilizaba en su trabajo tenía toda su parte superior chamuscada y con un agujero: por ahí había ingresado el sexto. Era una especie de trofeo de guerra (hoy se encuentra en el Museo de los Guinness).
A Roy Cleveland Sullivan no lo mató ninguno de los sietes rayos que lo impactaron sino el desamor. Se suicidó en 1977. Tenía 71 años. Luego de la ruptura con su pareja se pegó un tiro en la sien.
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